Sterligov y su extraño cambio

Artículo publicado en El Mundo.es, suplemento Magazzine #403 por Daniel Utrilla.
Fotografías de Anatoli Morkovkin

El millonario ruso que perdió todo y vive como un campesino

Sin luz ni agua corriente. En una choza de 20 metros cuadrados completamente aislada a 200 kilómetros de Moscú. Vestido y alimentado como un labriego preindustrial. Así vive con su mujer y sus cinco hijos Guerman Sterligov, quien fue en los 90 –con 23 años– el hombre más rico de la URSS. Arruinado pero feliz, sólo lamenta no haber llegado a presidente, en cuyo intento perdió su fortuna. «Todos los ricos son esclavos de su dinero», argumenta al periodista en su visita-aventura al recóndito lugar.

No son de oro, pero Guerman Sterligov manosea los huevos de su gallina como si acabaran de salir del taller de Fabergé, el famoso orfebre de los zares Romanov. «Tóquelos, tóquelos. Aún están calientes», dice con gesto satisfecho en medio del granero. «Ésta es mi verdadera fortuna», sentencia con una mirada traviesa, algo pilla. Los ojos azules de Guerman Sterligov carecen de ese brillo ingenuo del labriego que se desoja pendiente del rebaño de las nubes. Viste, come y calza como un campesino del siglo XIX, pero en su mirada quedan rescoldos de desconfianza, restos de la ceguera causada por el símbolo del dólar que llevó durante años tatuado en las pupilas. «Cuando era millonario iba a todas las reuniones armado. Podían matarte en cualquier momento y ése era el pan de cada día. Nuestras familias siempre llevaban guardaespaldas», recuerda para Magazine mientras apura un cuenco de alforfón, que remueve sonoramente con la cuchara. En aquellos años de voraz capitalismo, Sterligov nunca se separó de su pistola Nagán.






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    Arrodillado ante su último corderito, cuesta creer que este hombre adorase el «becerro de oro» como lo hizo. Resulta difícil imaginárselo con corbata caminando por el centro financiero de Nueva York, donde vivió año y medio con su esposa, Alona, y su primera hija, Pelagueia, en un apartamento de lujo (con sirvienta negra incluida). Hoy, su casita de madera, de unos 20 metros cuadrados en dos plantas, se distribuye en torno a una estufa de leña. Sillas de montar, cartucheras, ollas y samovares se apilan a la entrada. Los cuatro niños varones, de 10, 6, 4 y 2 años, pululan huidizos por la hacienda con la cara manchada por chorretones de barro. «¡Aquí hay un huevo!», grita uno de ellos. Hacen castillos de arena, ignorando tal vez que su padre tuvo un castillo de piedra en Normandía, donde no pasó una sola noche. Los niños dejan de jugar con sus camiones de plástico entre los charcos y miran al periodista forastero como si acabara de aterrizar en un ovni. El más pequeño, Mijei, nació lejos de la ciudad y aún no dice ni pío en medio de las aves de corral.

    Entre vacas lecheras, cortando leños de un hachazo o subido a su caballo con gabardina de cuatrero, Guerman Sterligov es la imagen opuesta de aquel joven ambicioso que hace 17 años fundó la primera bolsa de valores de Moscú. Había que tener mucho valor para dedicarse a los negocios en los primeros años 90, cuando los grandes monopolios estatales fueron pasto de las mafias organizadas. «Había una sensación constante de combate entre distintas bandas por dividirse la propiedad», recuerda Sterligov en el patio de la casa, de donde cuelga el único objeto que trae ecos de su pasado dorado: la campana de su bolsa.

    Ahora la utiliza para llamar a comer a los suyos. Como una simbiosis rudo-mística entre John Wayne y Tolstoi, el primer capitalista poscomunista lleva cuatro años retirado de la civilización y encomendado a la fe ortodoxa (en su terruño hay una pequeña capilla de madera). Comen de lo que crían y en verano cultivan la huerta. Sólo ocasionalmente compran sal, cerillas, arroz y limones en la localidad de Mozhaisk, a unos 30 kilómetros.

    –«¿Le queda algo de su fortuna?».

    –«Todo el dinero que tengo está en el bolsillo de mi chaqueta. No me quedó nada. Cuando lo necesito vendo alguna de mis ovejas a mis amigos millonarios. Me las pagan bien», ríe el ex oligarca.

    Sterligov no cambiaría el capitalismo salvaje de antaño por este paraíso natural donde vive, sin electricidad ni agua corriente, al viejo estilo de los muyik o campesinos rusos. No tiene pasta gansa. Pero tiene patos, corderos, ovejas y gallinas que sacrifica para comer. Su mujer Alona, de 38 años, ha cambiado sus modelitos de Dolce & Gabbana por el pañuelo y la falda larga. Las estrictas normas del patriarcado no parecen disgustarla. «Vivo bien aquí. Mi marido es el mismo, mis hijos son los mismos. Mi vida no cambió mucho. Cuando vivíamos en Rubliovka [colonia de los nuevos ricos en Moscú] no teníamos muchos contactos», dice con cierta resignación. La mujer ofrece un vaso con zumo de abedul al visitante. «Cuando era joven y guapa, no podía dejarla salir porque llamaba mucho la atención», dice Sterligov sin pizca de ironía.

    Nuestro coche se tuvo que quedar en el poblacho de Astafevo. Más allá, el camino de tierra bacheada que surca la aldea se diluye frente a una vasta extensión de campo asilvestrado, de trigales sin recolectar. Con sus cortezas blancas, los abedules se adivinan como enormes espinas de pescado clavadas en medio de un horizonte sin montañas. Estamos a 200 km de Moscú, en el punto donde Sterligov ha citado a Magazine. La radio no funciona. Sólo captamos la sintonía del viento, que zumba en los oídos borrando el recuerdo del tráfico diabólico y la polución mefítica de Moscú. Estamos bastante cerca de Borodino, el mítico paraje donde Napoleón y Kutuzov firmaron tablas en la última batalla que precedió a la hecatombe de la Grande Armée en Rusia.

    Aire marcial. Tiene que ser él. A lo lejos, una silueta ecuestre se acerca al trote. A lomos de un brioso caballo alazán, Guerman Sterligov hace acto de presencia con porte de general de campo. A sus pies, entran ganas de preguntarle cuál es la posición de las tropas enemigas. Para llegar hasta su oasis hemos de recorrer a pie unos tres kilómetros campo a través. Seguimos a su caballo por surcos de barro encharcados, a través de campos que en su día fueron parte de un koljoz, las granjas comunales administradas por el estado soviético. Sin hoz comunista que las rasure, los hierbajos crecen en desorden. Tras superar dos planicies de yerba amarilla y un bosquecillo, llegamos al edén decimonónico, que se aparece como un rústico espejismo cercado por una valla de madera. Una casa, un establo, un corral y una capilla forman el conjunto. El cloqueo de las gallinas es el único minutero en estos pagos, donde el tiempo parece detenerse.

    «Antes vivía en un apartamento siempre rodeado de guardaespaldas y ahora no los necesito. Vivo en una extensión enorme... Aquí los únicos guardaespaldas son mis perros», dice Sterligov junto a Alisa, un perro ovejero caucásico que ha heredado el nombre de la mascota de su etapa de ricachón, la perra Alisa. Así llamó también a su pionera bolsa de valores. Gracias a este negocio, en el que organizó un sector de créditos, se convirtió de la noche a la mañana en el primer multimillonario de la Unión Soviética con sólo 23 años. Hoy reconoce que oligarcas como él o Berezovski (el millonario judío exiliado en Londres) «saquearon el país». No en vano, el propio Sterligov reconoce que se valió de un «truco» para evadir impuestos: «No pagamos al Estado ni un kopek [centésima parte del rublo] porque todos nuestros contratos en papel los formalizábamos con nuestra propia divisa ficticia ‘aliska’».

    En aquellos años de libertinaje financiero, Sterligov se sentía como pez (gordo) en el agua. Su bolsa atrajo a los aspirantes a oligarca más espabilados, los mismos que medraron después a la sombra de Boris Yeltsin para caer en desgracia en la era de Vladimir Putin. Oligarcas como Vladimir Gusinski (hoy exiliado tras perder su imperio mediático Media-Most en 2001) o Mijail Jodorkovski (el magnate del petróleo encarcelado en Siberia por estafa) fueron a pedirle préstamos cuando sus negocios estaban en fase embrionaria. De alguna forma, Sterligov fue la comadrona de sus emporios. «Teníamos una habitación llena con sacos de dinero que llegaban hasta el techo», recuerda. Ahora sólo tiene montones de leños cortados a los pies de su cabaña.

    En la Rusia de Vladimir Putin han medrado sólo aquellos oligarcas que supieron renunciar a sus ambiciones políticas, tales como Viktor Vekselberg (que en 2004 compró nueve huevos de oro Fabergé que iba a subastar Sotheby’s y los legó al Estado) o Román Abramovich, el dueño del club inglés Chelsea cuya fortuna alcanza hoy los 21.000 millones de dólares. Las reformas de choque amparadas por Yeltsin y la subasta pública de empresas arruinaron a gran parte del pueblo ruso en los 90, mientras que una pequeña elite se enriquecía. Hoy, los multimillonarios suman 88.000 en toda Rusia.

    Con Rockefeller. Cuando era el más rico entre los rusos, los estadistas Mijail Gorbachov y Boris Yeltsin lo invitaban a sus fiestas de cumpleaños en el Kremlin. En otra ocasión, fue con Artiom Tarasov (el vicepresidente de la Asociación de Cooperativas asociadas de la URSS, con el que Sterligov compartió el título de «primer millonario soviético») a una reunión anual de multimillonarios en Hawai. Allí Rockefeller le dio su bienvenida al club con un choque de manos.

    En los retratos de su época dorada, aparece como un joven enclenque, escondido bajo enormes gafas y un flequillo esquemático. Entonces lucía un bigotillo ralo que, hoy, a sus 40 años, ha dejado paso a una barba boscosa, descuidada e hirsuta. «No conservo fotos de entonces porque no quiero que mis hijos vean cómo era antes su padre», asegura entre risotadas, que descubren la empalizada de una perfecta dentadura. Fiel a los valores rudos del muyik, adiestra a sus hijos en el arte del tiro, que practican con arco y con un fusil automático que cuelga en la casa junto a un icono. Cuando Arseni dispara contra los montículos de leños, el más pequeño llora.

    El ex millonario y su mujer se levantan a las seis de la mañana para dar de comer a los animales. Sus hijos duermen un poco más. «Los niños están aquí muy contentos», dice. La frase contrasta con las miradas sumisas y asustadizas de los arrapiezos, que cercan la mesa familiar en silencio. «Andan por aquí con la ropa medio rota y sucia, pero esta suciedad es una pureza comparada con los brillos de Moscú», añade tras apagar el móvil, su único contacto con el mundo exterior. La batería del aparato (que desentona como un reloj de cuarzo en una película de romanos) la carga con ayuda de la batería de un tractor, para el que nos ha pedido que le traigamos una garrafa de gasoil sin refinar.

    Los Sterligov educan a sus hijos en los valores de la ortodoxia rusa, sobre todo en «la castidad», asegura el cabeza de familia. Aunque hay un viejo balón entre los charcos, ninguno de ellos sabría decir quién es Ronaldo, Ronaldihno o Beckham. Su mundo exterior llega hasta la rústica valla de madera que cerca el terruño, auténtico «telón de acero» frente al resto del universo.

    En las largas tardes de invierno, los Sterligov leen textos religiosos e históricos, «vidas de santos y crónicas antiguas muy interesantes», concreta el patriarca. Las novelas están prohibidas en su casa porque «son embustes». «Nosotros leemos la Verdad», sentencia. A Tolstoi, que vivió retirado en el campo como él, lo considera «un hereje sacrílego, un blasfemo y un enfermo mental con un orgullo monstruoso». Un par de maestros llegan dos veces en semana para dar clase a los niños.

    –«¿El dinero no da la felicidad?».

    –«No. Conozco a muchas personas ricas, pero ninguna es amo de su dinero. Todos son esclavos de su dinero... El dólar y todas sus normas vinculadas con bancos, impuestos, tarjetas de crédito, cheques..., son mucho más esclavizantes que todo el sistema totalitario de la URSS. Es un campo de concentración capitalista», subraya.

    –«¿Qué le parece que un oligarca se gaste dos millones de dólares para que Jennifer Lopez le cante en su fiesta de cumpleaños?».

    –«Son enfermos y aburridos. Yo también era así», reconoce. Y sigue fustigándose: «Antes bebía mucho. Cuando me dedicaba a los negocios era un alcohólico. El trabajo fue estresante y había que preocuparse del dinero las 24 horas del día porque estaba en diferentes partes del globo... Me agotaba muchísimo y sentía la necesidad de beber. Cuando abandoné los negocios dejé la bebida», sonríe satisfecho.

    Dios y el Diablo. Para él, ver la luz y renunciar a la electricidad fue todo uno. Hace apenas un lustro que se produjo su vuelco místico. Fue a partir del momento en que intuyó que «existe un cielo y un infierno» cuando dejó de ser aquel joven ambicioso e invirtió lo poco que le quedaba en la austeridad de su vida presente. «Lo principal es tener el deseo de cambiar. En ese caso Dios te ayuda, pero casi nadie quiere porque la sociedad tienta con ‘dulces’, con mujeres libertinas, con la televisión, con bares y cerveza... Y por toda esa mierda el hombre se une al rebaño», sentencia. Mientras habla de los «dulces» pecaminosos, se unta un cucharón de cremosa miel de panal en una rebanada de pan negro.

    Exponente de una especie de fundamentalismo patriarcal (hoy ha hecho una excepción al dejar que su mujer se siente a la mesa con nosotros), Sterligov sólo tiene una certeza: el único problema de Rusia reside en los millones de abortos que se practican anualmente. «Hasta que Putin no los prohíba por decreto, Rusia caminará hacia su aniquilación. Entonces puede que tenga sentido hablar sobre industria, economía o divisas... ¿Qué fue el secuestro de la escuela de Beslán [donde murieron 334 niños y adultos] comparado con los nueve millones de abortos que hay cada año en Rusia», subraya y escupe al suelo en señal de desaprobación. Con estas soflamas antiabortistas, dio cuerpo a su programa electoral, con el que intentó aspirar al trono de Rusia en la primavera de 2000.

    Salió trasquilado. Invirtió una fortuna en la campaña, en ganarse voluntades y en salir en los medios (se inventó una empresa ficticia de ataúdes que le hizo famoso gracias a una escandalosa campaña de publicidad en la que se afirmaba que «todos los caminos conducen a

    nosotros»). Sin embargo, la máquina de poder se había puesto en marcha para crear de la nada el «fenónemo Putin» y Sterligov se quedó en la cuneta. Un día antes de formalizar su registro, la Comisión Electoral Central rechazó su candidatura por supuestas irregularidades en el registro. Quería ser presidente, quería llegar a Moscú a lomos de un caballo blanco, pero acabó alejándose sobre uno marrón. Hoy, con la miel del panal en sus labios, sigue rumiando aquella apuesta perdida. «Lo único que lamento es no haber sido presidente».

    Fue entonces cuando vendió su casa de cuatro pisos en Rubliovka, saldó todas sus deudas contraídas durante la precampaña electoral y se trasladó al mismo solar donde había vivido la familia de su bisabuelo antes de la invasión nazi de 1941. Cuando hace cuatro años acudió en busca de sus raíces, sólo encontró un árbol... Al principio vivieron en una tienda de campaña militar hasta que construyeron una primera casa, que se quemó en un incendio...

    (Para devolver a Magazine a la civilización, Sterligov se vale de un carro de madera tirado por un caballo. Los ejes de las ruedas y nuestros huesos parecen astillarse con cada bache. «Hay que tener valor para subirse al carro de la mística rural», piensa nuestro cóccix).





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