Poesía y brevedad: a propósito de Boa de Ángel Ortuño

La fuerza de los géneros breves de la literatura es directamente proporcional a su longitud. Máximas, aforismos, apotegmas, sentencias, epigramas, todos son muestras del pensamiento condensado, de la idea capturada, a modo de instantánea, en una vasija de palabras. El aforismo, en palabras de Steiner, “se acerca a la condición de la poesía” por la impresión profunda que conlleva, por la aspiración de permanencia que su intensidad intenta y por la ardua tarea que conlleva la construcción de significados por parte del lector. El aforismo siempre implica armar un rompecabezas, pero también implica estar consciente de que nunca habremos de armarlo por completo: habrá piezas sueltas que señalan otras maneras de armar o piezas ya ensambladas que parezcan más propias de otros rompecabezas.
Lo verdaderamente atrayente de la brevedad es el ingenio. La puesta en escena de actores tan diversos que aprenden a convivir del mismo modo que una metáfora dentro de un poema. El breve sablazo de autoridad y austeridad propio del aforismo está presente, con mayor o menor frecuencia, en Boa (Mantis, 2009) de Ángel Ortuño (Guadalajara, 1969).
Las sentencias frías y definitivas pueblan los últimos versos del poemario e indican una frecuente alusión interna a otras sentencias. Uno de los puntos bajos de este conjunto de poemas es su heterogeneidad: las múltiples formas métricas, la falta de coherencia general con respecto a un tópico o idea central, varios factores confluyen para indicar que nos encontramos ante un trabajo poco estructurado. Sin embargo, la cohesión se logra, al menos aparentemente, mediante la brevedad.
Invariablemente, tras la lectura de un poema cualquiera siente el lector la sensación de vacío, como si fuéramos conducidos a través de un embudo y no supiéramos cómo ni cuándo acabamos de bruces en el suelo. De ahí provenga, quizás, la consiguiente sensación de desconcierto o confusión que cada texto genera, no tanto con respecto a su significado como a la desalmada disposición de los versos.
Locutorio
No sé dibujar
sino pies egipcios, escribir
en las paredes de una cabina telefónica
en El Cairo, suicidarme
La constante aparición de cesuras, los encabalgamientos que nos obligan a mirar atrás en busca de referentes (en muchos casos inexistentes) dan pie a este sentir. Pero debe aparecer hacia el final del poema la sentencia que otorgue un dejo de narratividad a los poemas, que fuerce al lector a buscar entre sus restos y escuetas pinceladas la respuesta a la famosa pregunta académica: ¿Y esto qué?
y tal vez
conducir ambulancias.
Nunca he sido un gran afecto a la poesía callejera contemporánea, es decir, la poesía que se ciñe a la expresión cotidiana de lo cotidiano. Y permanezco en mi postura, especialmente en el caso de la poesía mexicana contemporánea que parece hundirse cada vez más en el fango de sus autoadulaciones. Sin embargo, en Boa hay una constante sensación de sentirse invadido, como si las palabras leídas en realidad las susurrara un ángel caído a nuestras espaldas, mientras bebemos la taza de café en compañía de un cigarrillo y el constante alarido de los automóviles.
Como en Charles Simic, en Ortuño hay un elemento sutil y poco visible que se apodera de los poemas y toma al lector por el cuello: la obsesión por el detalle, la minúscula observación de las vanidades. La contemplación de las cosas las cambia, las transfigura. Un hombre, bien mirado, podría llegar a ser un despojo; con un lente adecuado, la Conquista de México puede llegar a ser el Diluvio bíblico atrasado; una boa que digiere un elefante puede, sin duda, ser un sombrero.
Esta retórica de la ilusión, de la mirada engañosa (en la misma forma que una boa traza su irregular paso), contribuye al sentido de invasión privada, como si los poemas nos indicaran directamente como los únicos receptores posibles. Añádase la inclusión de frases del siguiente tipo: “Por supuesto”, “Desde luego, me dirás”, “tengo pruebas de ello, por si me lo preguntan” y queda claro que la cotidiana expresión en la poesía de Ortuño se construye en la expresión y no en el significado.
Igualmente desconcertantes son los títulos de los poemas. Si entendemos un título como una guía sumamente condensada (quizás la forma más compacta del aforismo) de lectura, los títulos de estos poemas no cumplen su función. Ahora bien, la repetida incursión en aparentes extravagancias del tipo: "Habilidades premórbidas", "Experimentos de desconexión funcional", "Suma de indecorosa apropiación" como títulos que guardan una dudosa relación con su contenido, esta constante aparición sólo puede indicar un deliberado intento de ampliar las posibilidades de lectura del poema. Aquí, más que en cualquier otro lugar, entra en juego la llamada retórica de la ilusión: el engaño consciente del lector le da un espacio prácticamente ilimitado para deliberar sobre los poemas. Sumamente apreciable es la relevancia que nos otorga como lectores y la puesta en práctica de una verdadera multiplicidad de lecturas. No son sólo los poemas los responsables del significado, los títulos condicionan, permiten o relativizan cualquier lectura definitiva que se quiera dar al poema (en este caso, asumiendo un experimento deliberado en Ortuño, sólo quedaría como fallido el primer poema de la serie "Historia natural y moral de las Indias", el cual es bastante transparente en cuanto a la relación título-contenido del poema).
Ángel Ortuño no posee la falsa intención callejera de ahondar en las profundidades de la vida y la muerte mediante lo cotidiano. Antes bien, condena la cotidianidad a su existencia mundana (en el sentido más literal de esta palabra) y deja que la ironía y la nota mordaz se apoderen del texto. No es la suya una mirada triste, sino desencantada; pesimista, antes que realista; mordaz, antes que burlesca. Y con respecto a la función social de la literatura irónica, “comédica” (la palabra “cómica” implica otras cuestiones), mordaz, no soy yo el mejor expositor. Léase a Molière.

Imagen Vía Mitología Paraná

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